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Oración a Simón Bolívar en la noche negra de América

Atraviesas la eternidad con un hueso de caballo,

incendiando el abismo como si fuese el abanico de una vieja diosa.

Corre el tiempo, el agua verde entre tus piernas de coloso,

como la flor indígena de la metáfora

o el lienzo manchado sobre la cara de Cristo,

seco como tú, magro, arando en el mar, arando.


Capitán, macho de amarguras, ¿en qué oscura caja reventó tu sueño

entre el gusano y el oro del atardecer americano?


Como en las lúgubres consejas o en las leyendas de los reinos perdidos,

entraron las grullas en la noche, y traidores vestidos de luto

encendieron sus velas amarillas.


Y tú, aterradoramente pálido,

aterradoramente embrujado, (¡América! ¡Oh América!),

rodeado de rameras y blancas moscas salvajes,

de generales leprosos y enanos de largas trenzas.


Sobre el Chimborazo,

donde el Tiempo duerme en su silla de ópalo

petrificado, echaste una vez tu cuerpo diminuto de gran soldado de América,

forjado en hornos

en tumbas abiertas,

en inocultables sollozos.


Te mojó el tiempo, te golpeó con su barba de madera fría.

Un follaje glacial cubría tu rostro de alucinado,

por el que bajaban piedras, tormentas, galerías, ciudades quemadas,

pueblos que lloran como barcos perdidos.


Yo te comparo a la sal, a la locura,

a los poetas, a los grandes hechizados,

a los que iluminan la razón de cadalsos y mariposa.


Te comparo a la noche, terrible madre del día,

a un cristal que se quiebra en medio de la asamblea,

o a un cielo de trigo en que yace una mujer

con la cabeza incendiada.


Recuerdo tus ojos de idólatra,

jurando por la carne humillada del hombre americano,

juramentos enormes como pájaros de neblina sobre el Monte Sacro.


Y junto a ti, Simón, el Viejo,

monumental, huracanado, mercancía

exiliada en medio de la aurora, escoria de oro,

inventando otros escalofríos,

gárgolas de pecho humano entre la lava errabunda y las adivinaciones.


Jaguares melancólicos devoraron tu corazón

como el neblí al astro iluminado,

arrastrando catafalcos, firmamentos desaparecidos,

agitando un cascabel de miseria, un plato de sangre

ante los propios ojos.


Envueltos en trapos escarlatas

nuestros hijos,

;MALDITOS!

gritan, malditos desde el fondo

de la tierra, desde el fondo del aire.


Cabezas Negras, rufianes coronados

hoy transformados en radiantes verdugos.


Bajo el terciopelo que os cubre sois los mismos,

el mismo belfo, la misma pedrería despiadada,

fríos como montura de muerto;

pero una Sombra,

una irascible,

estremecida,

fulgurante sombra

caerá sobre vuestro delirio, como el ojo de Dios sobre el aceite negro,

en tanto las aves de la tempestad

alumbran la eternidad anunciando un inmarcesible nombre.


Eres tú, Capitán.

¡Estás despierto!

Despierto

sobre el pantano como la pantera en la estepa amarilla.


¡Avanza entonces sobre esta tierra mojada! y vuelve

a caminar de nuevo, severo, insaciable,

saliendo de tu escritura

como una lágrima del tiempo antepasado.


¡Despierta, Capitán, despierta.

América te llora como una gran viuda apasionada.


Mahfud Massis.

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